El Origen de Baby

El primer recuerdo que tengo es del chaleco fluorescente de mi papá.

Cuando era niño, todavía no debía haber cumplido los tres años, andábamos siempre en moto, mi papá manejando, mi mamá detrás de él y yo ensanduchado entre los dos, sostenido por la presión, bañado en el calor humano. La espalda de mi padre cubierta por el fluorescente amarillo, y mi cachete pegado a ese plástico, como fundiéndose con él. A los lados los muslos de mi madre, a mis espaldas su panza, sobre mi cabeza sus tetas. Mi papá lleva casco, mi mamá también, yo no. Es mentira. Mi papá jamás habría manejado una moto. Menos habría puesto a su hijo ahí, sin casco entre él y su mujer. Las motos eran para los malandros y para los pobres. Mi papá, según él, ni lo uno, ni lo otro.

El primer recuerdo sería más bien ir andando en el Renault 18 por la vieja autopista norte. Vivíamos lejos. Hoy en día no es tan lejos y vive un montón de gente por allá, en el norte profundo, en la 180 con autopista, más allá del tercer puente que luego se volvió el cuarto, el quinto, el sexto. Vivíamos allá, yo era niño, pero ya iba al colegio, y los buses escolares no llegaban a tal lejanía.

Mi papá tenía que trastearme, que llevarme y traerme. A mí y a mi hermano mayor. Todas las mañanas del fin de los ochentas, del principio de los noventas, saliendo a las seis am, cortando neblina, respirando aire de campo. Luego regresando en las noches, a las seis o siete u ocho pm. Sembrado en ese Renault 18 al que, desde el primer día que mi papá lo compró de segunda, se le escurría la silla de atrás y uno quedaba atrapado entre el asiento y el espaldar de la silla del frente, pero era joven y las piernas eran de caucho, de mazapán y no pasaba nada.

Desde esa silla miraba por la ventana y una vez, me acuerdo, pasaba una moto por la autopista norte. Por la autopista norte vieja, la de antes del progreso que se manifestó sobre la cara de la ciudad como una cicatriz hedionda que se llama Transmilenio. Era antes, los buses andaban con los carros. Al centro de la autopista solo había árboles y pasto. Hojas verdes.

Normalmente miraba hacia allá. Me gastaba la hora de recorrido, todos los días hasta la casa, con la mirada clavada en lo verde del centro de la autopista. También leyendo los letreros. Desde la primera vez que me enseñaron a leer leí todos los letreros. Durante días lo hice en voz alta, hasta que mis papás se asolearon y dijeron que no más, que muy bonito, pero tampoco había que practicar tanto.

Esa vez no leí, no miré los árboles ni el pasto porque al lado pasaba una moto. Imposible saber la edad del que manejaba, la cabeza se la cubría el casco. Atrás iba la esposa, o la novia, o la mujer. La cónyuge de hecho. Entre los dos una niña pequeña, de unos 4 años, con las piernitas colgando de la silla gigante. Sentada entre la madre y el padre. Apachurrada contra el chaleco reflector. Con el cachete derretido sobre el plástico sucio. Yo mirándola desde el carro. Desde ahí pensé que, si alguna vez empezaba una novela entonces escribiría esa escena magnífica. La niña espichada entre sus padres. Con el campo visual completamente dominado por un bloque enorme de color amarillo. Me imaginaba el sonido de la autopista andando, sin casco, a 80 kilómetros por hora. Sentía el agua salpicándome por los lados, la llovizna, los pequeños charcos en la calle. Me imaginaba el calor de mi madre (esa madre imaginaria porque la mía iba al frente en el asiento del copiloto, peleando con mi papá por güevonadas) en mi espalda. El abrazo improvisado entre dos, entre tres. Me imaginaba esa niña, 4 años, en una moto, andando por la autopista, rodeada por la familia. Se me antojaba un elegante recuerdo de infancia.

Un recuerdo lo suficientemente literario, o artístico, o cinematográfico para empezar una historia. Si lo pienso mejor no era un niño cuando vi por primera vez a la niña en la moto. De pronto ya era más grande. Debía tener, digo yo, unos once o doce años. Ya era un artista. Hacía parte de un coro, pasaba mis tardes ensayando polifonías. Del canto gregoriano a la canción folclórica. De Mahler en peorer. Ya, para ese entonces, sabía que me subía al escenario y me conectaba al flujo universal de la consciencia y hacíamos música como uno. Que cuando el coro está sintonizado es la música la que toca al coro. Tenía sentido entonces mirar la imagen de la familia en la moto, andando al lado del carro, en toda su expresión estética. Ya no en el Renault de mi papá sino en el Fiat de mi mamá, es igual, sólo que ella también estaba allí. Trayéndome del coro, llevándome al coro. Yo mirando por la ventana, mirando a la niña de cuatro años en la moto y pensando que se llama Baby, que va a ser una estrella, que cuando grande va a ser famosa, va a cantar en Wembley.

Todas las historias que se me ocurrían terminaban así. Tocando en Wembley, o en el Live Aid, en cualquier concierto masivo. Era muy niño, muy joven. El rocanrol de mi vida venía de un legado histórico: los discos de los Beatles de mi papá, los de Jethro Tull de mi tía. No sabía todavía que había rockstars, solo que había dioses inalcanzables en el escenario. Yo no sería jamás uno de esos, pero mira, mira como duermo en un hotel cantando con el coro en Cartagena, en Pereira, en Bucaramanga. Once años y ten la llave de tu cuarto de hotel. A ti te dejamos dormir solo, porque eres un niño responsable, porque no vas a hacer nada que no debas.

La niña de la moto debía estar modelada entonces por todas las niñas que me rodeaban en el coro infantil y juvenil de Colcultura. Tatiana tan inocente como yo, tan de once años, tan del norte, tan de clase media alta. Nohemí la de quince que era horrible, gorda como una ballena y quería comerme, yo le parecía delicioso, un bocadito de once años. La primera que me mostró las tetas, la primera que me las ofreció después de mi madre. Ángela, la más bella, con el nombre tan preciso. La que siempre me miró y yo también, estábamos enamorados. Ella era de familia de hippies de la candelaria, yo un niño burgués del norte, ¿cómo íbamos a terminar juntos? Ángela diez años más tarde, de regreso en Colombia, con un esposo, con un niño. La última vez que nos vimos en su apartamento me dio un pase y un pico y hasta el sol de hoy.

Es todo mentira. Tampoco fue a los once años. No fue a los cinco, ni a los seis, ni a los once. Ni a los quince. Tuvo que ser después. Vi por primera vez a la niña en la moto, cuñada entre los padres, cuando tenía unos veintitrés o veinticuatro. Debía ir yo manejando por la autopista. Metiéndole la pata a ese Ford Festiva que dejó mi mamá y que yo mantenía, según mi papá, como una uva, pero pasa, porque no tenía ni una lata buena. Manejando como un irresponsable, a dos mil por hora, con una ansiedad que me abría un agujero que empezaba en el estómago y terminaba en el centro de la pupila determinando la forma de ver el mundo.

Así debía ir por la autopista, a tope, pegando el porro con una mano, comiéndome una hamburguesa con la otra, controlando el volante con una rodilla, con Prince reventando los parlantes con “Beautiful Strange”. De repente mirar al lado y bajo la sucia llovizna de la ciudad, ver una moto moviéndose a una velocidad atemporal. Una velocidad de ensueño, de fantasía, de dimensión desconocida. Como si todos los carros, incluyendo el mío, se arrastraran rozando con ardor contra el pavimento mojado y en cambio la moto flotara, como un Jesucristo sobre las aguas. El conductor estático, con la mirada al frente, la ventanilla del casco levantada. La mujer atrás, agarrada de los lados del sillín. Entre los dos la niña, las manitas abrazadas del chaleco amarillo por los lados, el cachete disuelto en el plástico, apretada entre madre y padre. Protegida, pero al mismo tiempo tan frágil. ¿Si la moto se resbalara, si patinara sobre el pavimento mojado, si un camión le diera por detrás, si un carro los empujara hacia la zanja? La única sin casco sería la niña, pero no le pasaría nada porque flotan sobre el pavimento, porque son una imagen divina, milagrosa.

Tiene más sentido que haya pasado a los veinticuatro o veinticinco. Lo sé porque ya vivía solo. Lo recuerdo porque la piel se me estaba cayendo a pedazos por ponerme jabón compulsivamente y el pelo se me caía por la ansiedad. Tuve que ir al dermatólogo a que me diera cortisona para ponerme en los círculos redondos de calvicie que aparecían por mi cabeza como signos alienígenas. Me dijo que no me pusiera más Protex, que el jabón diario no era necesario, que qué era eso que tenía que limpiarme tanto, que cuál era la mugre que me veía, que si no sería bueno más bien que me comprara un perro.

Me dijo también que si iba a seguir usando jabón tenía que ser de bebé, y el champú también. No quise comprar los de Johnson y Johnson, odiaba a esos bebés rubios y ojizarcos, entonces compré la marca nacional.

Una mañana me estaba bañando. Debí haber visto a la niña en la moto un día antes, un par de días antes, máximo un mes. Me acordé de la niña. Me la imaginé hablando en primera persona. Contando su primer recuerdo.

Mi primer recuerdo es el chaleco fluorescente de mi papá. Mi cachete fundido contra el plástico sucio y oloroso. Mi madre estabilizándome con la fuerza de sus piernas. Su pecho sobre mi cabeza, su panza en mi espalda.

Pensé que era un comienzo perfecto, que era un personaje que ya quería contar una historia. Me imaginé que iba a ser una rocanrolera, que le iba a vender el alma al diablo –esa era otra obsesión mía-. Solo me faltaba el nombre, entonces miré la botella de Champú: “Baby Soft”. Ahí se empezó a escribir la historia de Baby. Tenía yo veinticuatro años, o doce, o cinco y medio.