Lidia y el Cisne

El origen de todo:

Lo mismo ocurre con un perro, con una pantera o con una cigarra. Leda decía: «Ya no soy libre para suicidarme desde que me he comprado un cisne.»

Marguerite Yourcenar en “Fuegos”

LIDIA Y EL CISNE

Perfil de Lidia Araujo para la Revista Esquire Colombia, edición Cero, Julio 2012.

Lidia Araujo no atiende visitas, no da entrevistas. Su nombre y los de sus familiares son, hace ya muchos años, una presencia perenne en las secciones rosa y las columnas de opinión de la prensa nacional. Es la madre ausente de una familia directamente ligada al escándalo. Tal vez por eso, desde hace más de quince años, permanece aislada del mundo.

Ahora yo esperaba en la portería de su edificio.

-Puede seguir, joven –Me dijo el celador de las Residencias Tequendama en el centro de Bogotá-, ya le activan el ascensor.

Estaba a punto de entrar al apartamento que ningún periodista había pisado en las últimas dos décadas. No sé qué hilos mágicos tuvo que halar el director de la revista, pero en segundos estaría frente a la mítica señora Araujo. El viaje en el ascensor me pareció eterno.

Las puertas se abrieron directamente al vestíbulo. No había nadie, ni una criada, ni la señora Araujo, una pequeña sala de entrada vacía. Pensé que todo era una elaborada broma del director. Un chiste de bienvenida a la revista.

-Siga derecho, camine hasta la terraza. –Escuché desde lejos la voz de Lidia Araujo. Firme, algo ronca, pero sobre todo con fuerza. Una voz densa.

Caminé lentamente atravesando el apartamento en línea recta. En mi recorrido vi, a lado y lado, un par de salas enormes con chimenea individual, y suficientes sofás y sillas para docenas de personas. Era un espacio descomunal. Vi corredores que llevaban a lugares desconocidos. Largas paredes que escondían quien sabe qué estudios, o salones de juego o cuartos de niños. Todo decorado sobriamente pero con riqueza. No plata, no lujo, sino riqueza, de esa que se hereda generación tras generación. Una riqueza espartana.

En la terraza Lidia Araujo estaba inclinada sobre la baranda. Una bata gigante de seda le daba un aire de divinidad griega, los tenis Converse sin medias la volvían mortal. Su pelo largo, canoso y brillante se movía con violencia mientras asomaba su cabeza hacia el vacío. Por un instante pensé que se iba a tirar, que me había hecho venir para presenciar su suicidio. Tal vez quería tener un testigo y por eso había accedido a la entrevista. Dios sabe que razones no le faltaban. La señora Araujo me miró. Tenía los ojos grandes, la mirada difusa. Se separó de la baranda, se acercó, extendió la mano y se presentó. Era la mujer de sesenta años más hermosa que había visto en mi vida.

-Pensé que se iba a tirar. –Le dije nervioso, y medio en broma, como tratando de romper el hielo.

Lidia me miró con una ternura infinita, como si yo fuera un niño buscando explicación por la maldad en el mundo.

–El suicidio ya no puede ser mi consuelo –me dijo.

Tal vez sea cierto que doña Lidia Araujo no está bien de la cabeza. Esos rumores aparecieron desde su sorpresivo divorcio, y quién la culpaba, no había tenido una vida fácil. A lo mejor estaba loca, pero la locura es una enfermedad de pobres. Ella sería en el mejor de los casos una incomprendida y en el peor una excéntrica.

Sin decir más me hizo seguir a la sala. Nos sentamos frente a una enorme mesa de roble, ella en la esquina de un sofá de tres puestos, yo en una poltrona. Saqué mi grabadora haciendo un gesto oficial. Lidia me miró con desprecio. Su desdén era previsible, odiaba a la prensa.

No siempre fue así. En los ochentas, cuando era una joven debutante sonreía con placer cada vez que le pedían una foto para Cromos, o Cambio, o Semana. En el 87 fue la soltera del año de la revista Hola. Era tan hermosa que siempre le preguntaban por qué no fue reina. Ella sonreía y se inventaba una excusa cualquiera, pero la razón era evidente: su familia era dueña de prácticamente dos departamentos del norte del país. No necesitaba ser reina de belleza porque era de facto una reina.

En el 91 se casó con Tíndaro Padilla, el famoso rey del azúcar en el Valle y el matrimonio duró menos de un año. La prensa la sacrificó tras su divorcio. Hubo toda clase de rumores, se especularon infidelidades de lado y lado. Desde ahí Lidia Araujo no volvió a dar ninguna declaración. Por eso, no pude empezar con una pregunta diferente:

-¿Señora Araujo, por qué decidió darme esta entrevista?

Lidia miró la grabadora de nuevo y luego me clavó los ojos encima. Otra vez esos ojos. Oscuros, negros, con una pupila casi invisible.

-¿De verdad tiene que grabar?

Me excusé en mi mala memoria. Le dije que si se me olvidaba algo me echaban de la revista. Traté de ablandarle el corazón, crear algo de empatía. No funcionó.

-No sea mentiroso, ustedes se acuerdan de todo. Usted graba es para cuidarse el culo, para que yo no lo demande después por calumnia. No se preocupe, no lo voy a demandar.

Le juré que mi último interés era protegerme legalmente. No pensaba escribir ninguna historia amarillista, yo sólo quería contar cómo vivía hoy en día la famosa y solitaria Lidia Araujo, hacerle un perfil.

No lucía muy convencida.

-El artículo va a ser sobre cosas horribles –dijo-, porque en mi vida pasan cosas horribles. Las cosas horribles también tienen que pasar.

De inmediato pensé en su hija Clemencia recientemente acusada de asesinar a su marido. Le dije que lo sentía por ella, era una historia sórdida, podía entender su dolor.

-Clemencia mató a Agamenón por hijueputa. O sea, esa no es una muerte horrible, es una muerte justa. ¿Cómo fue capaz ese tipo de sacrificar una hija? Eso va contra la ley del alma. A mi hija le pasó lo que a todas, nos casan con malvados que hacen cosas malvadas y luego nos culpan por matarlos.

Le pregunto si se podría decir lo mismo sobre su primer esposo. La señora Araujo me mira con desprecio y observa de nuevo la grabadora.

-No. Y ya que está grabando que quede claro. Tíndaro es un santo. Yo lo he visto en las noticias cuidando a Clemencia, acompañándola.

Ahí dejó de hablar y se tocó el pecho.

-¿Por qué se divorciaron entonces? –Le pregunté, para seguir conversando, quería mantener la entrevista caliente, no podía perderla.

-¿Todavía con eso? Yo me divorcié hace mucho tiempo y nadie creyó nada de lo que conté. ¿Por qué me van a creer ahora?

Lidia Araujo dejó de mirarme, por un instante sentí como si yo ya no estuviera ahí. Se levantó y caminó hasta un bar cerca de la ventana. Sacó una botella, creo que de Ginebra y se sirvió un trago. No me ofreció nada.

El divorcio de Lidia Araujo y Tíndaro Padilla ocurrió en circunstancias extrañas. Él se negó a dar cualquier declaración y pidió, por sus hijos, respeto a la intimidad. Ella sólo pudo hablar un par de meses después cuando salió de la clínica Monserrat. Dijo que la habían violado. Que un cisne la había violado.

El rumor es que el Cisne era más bien un pintor extranjero. Un alemán, o un holandés, según a quien se le pregunte, que llegó a la fiesta de matrimonio sin ser invitado y encantó a todo el mundo. Las malas lenguas dicen que desde esa noche Lidia Araujo le fue infiel a Tíndaro con el Cisne. Las peores dicen que el pintor era amante de los dos, que tenían tríos calientes y sudorosos. Estuve a punto de preguntarle, pero me contuve. No quería que me echara de su apartamento.

-Hablemos mejor de sus hijos, ¿le parece?

Lidia regresó al sofá con su trago en la mano.

-¿Mis hijos? Será mi hijo. Pollux cree que el corazón no me da para más, que no puedo aceptar que su hermano está muerto. Entonces viene a veces como él mismo y a veces disfrazado de su hermano. Se broncea, se pone la ropa que le gustaba a Castor y me habla como me hablaba él…

De repente se quedó en silencio. Creo que mi cara de sorpresa la puso en guardia. Es que… que la señora Araujo, madre de los gemelos Castor y Pollux confirmara la muerte de uno de ellos ya era noticia, pero que además confirmara que el otro, Pollux, llevaba años fingiendo ser los dos hermanos era todavía mejor.

Ella tenía razón, esta entrevista no dependía de mis preguntas para ser una bomba.

-Pero lo amo profundamente –continuó luego de la larga pausa-, es mi hijo. Yo amo a mis hijos y a mis hijas, los amo a todos.

-¿También a Helena? –Le dije rápido, sin pensar. Helena, su hija mayor, era la enemiga pública número uno. La pelea entre su marido y su amante, dos duros del submundo de Barranquilla, desencadenó una batalla de ejércitos privados conocida como la guerra de “La Troja” por una masacre en la que los dos bandos mataron a más de 50 personas en un famoso bar de salsa de la ciudad.

-A Helena más que a nadie –respondió con firmeza.

Se paró de la silla y se acercó lentamente. Se detuvo frente a mí, muy cerca, puso su rostro a la altura del mío. En las ventanas el sol desapareció y un cielo azul oscuro llenó la habitación de sombras. La cara de Lidia se veía más brillante, su mirada conectada a otra parte, las ojeras pronunciadas, los ojos enormes, eternos. Quedé paralizado.

-Helena es hermosa como yo. Los hermosos vivimos otro mundo. Yo lo sabía cuando me salió del vientre en forma de huevo. Que era hermosa, que su vida no era suya. Ustedes la culpan de todo, pero ella solo es hermosa.

Paró por un segundo, su desilusión me hizo sentir de nuevo como un niño.

-Ejércitos de hombres se matan para ver quién es el primero en violarla, y ella es la culpable. A mí un cisne me rapta y soy una seducida porque no cerré las piernas más rápido. ¿Cómo podían mis dedos aterrorizados empujar esa gloria alada de mis muslos? ¡Era un dios!

Mi reacción de sorpresa y terror la decepcionó. Se enderezó y abandonó mi espacio vital.

-El error fue mío por invitarlo. Ya sabe dónde está la salida –dijo y empezó a abandonar la sala.

-Espere señora Araujo –me levanté y me atreví a atravesarme, a bloquear su camino. Se estrelló contra mí con una fuerza inesperada. Yo trastabillé y tuve que sostenerme contra un mueble para no caer. ¿Cómo era posible que una mujer tan pequeña empujara con tanta fuerza?

Aunque el choque me pareció aparatoso, ella nunca perdió la compostura. Se detuvo en seco y me miró con una ira contenida. Al desprecio con el que me había tratado durante toda la entrevista se sumaba ahora una especie de incomodidad, una molestia. Antes era un entrometido, ahora un mosquito que no deja dormir.

-Hacía mucho tiempo que un hombre no se me atravesaba por el camino.

Me disculpé. Le dije que el choque fue un accidente, pero que no le podía permitir marcharse, que todavía tenía preguntas por hacer.

-Pregunte.

Tuve que pensar rápido, tratar de resolver. Tenía claro que ya la había perdido, que no había logrado ni crear intimidad, ni ganarme su confianza. Sabía además que mi próxima pregunta era seguramente la última pregunta que la señora Araujo le iba a responder a un periodista en su vida. Que era, en fin, una pregunta determinante para mi destino.

Por primera vez en mi vida entendí la responsabilidad enorme que caía sobre los hombros de un periodista. Que no era solo una forma, menos vil que otras, de ganarse la vida, sino una misión divina: revelarle la verdad a la humanidad; desenmascarar los engaños de estas malditas clases altas que nos manejan como fichas en un juego, que nos hacen matarnos por capricho y que luego se excusan en historias absurdas como esa de ser violada por un cisne y tener una hija poniendo un huevo.

-Señora Araujo –le dije con calma-, ¿usted no se cansa de hablar tanta mierda?

Sonrió. Por un instante pensé que lo había logrado, que finalmente había conseguido romper el hielo, que había penetrado, por lo menos un poco, en esa intimidad de hierro. Soñé que mi pregunta por fin bajaría a Lidia Araujo de ese pedestal mítico en el que ella misma se había puesto, que la convertiría de nuevo en mortal.

Nada más un sueño. Lidia no había terminado de esbozar la sonrisa cuando un rayo cayó sobre el edificio. Por las ventanas entró una luz aterradora. De los enchufes salieron chispas. Sonó un trueno que me dejó los oídos zumbando y me hizo mearme en los calzoncillos. Creí que el edificio explotaba, que había caído una bomba atómica. Sentí terror.

La sonrisa de Lidia Araujo se mantuvo intacta. Su mirada de desprecio también, pero la molestia había desaparecido. No dijo nada más, empezó a caminar, pasó por mi lado y yo no pude evitar retroceder un poco. Desapareció por uno de esos corredores que llevaban a cualquier parte y me dejó solo en medio de esa sala infinita.